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domingo, 12 de mayo de 2013

En tu sangre


Niña, fuimos injustamente separados.
Niña, nos han robado.
Mis dientes me comen por la noche; se mastican, hueso a hueso hasta molerse. No hay peor pesadilla que la que no se soñó. Los poros sangran sumo amargo y el cerebro suda en su carrera inflamada de minutos. 
Nos robaron.
El tiempo se despliega en un Big-Bang espástico y, estúpidamente, cambia su norte. Volteo mis ojos hacia donde creo me aguarda la esperanza. 
Al menos, creo...
No hay lugares y son pocos los caminos. Todos comienzan y terminan en mi cuerpo. Se angostan, y en un punto de encuentro se concentran y ahí se quedan, sólo para doler. 
¡Artista! 
La poesía grita maniatada. Sus dedos amoratados serpentean el papel, dejando tras de sí las palabras que serán leídas y aplaudidas cien años después por los felices. 
Duele. 
Los artistas duelen entre el infierno y la nada. 
Sólo los idiotas intentan cambiar este mundo diseñado por otro idiota. 
¡Bienvenido idiota! 
El caos se conserva. Pero la última bestia entre las bestias, un hombre, se adueñó de su destino, metiéndose en su carne como hueso. 
Yo.
Y yo, ya hombre bestia artista idiota, tomando a la muerte por su rubia cabellera, acepto el desafío.
Y marcho.  
El hombre piensa.
El artista grita.
La bestia muerde.
El idiota llora.
Y yo hago mi parte.
En algún sendero hacia el final, en algún rincón del paraíso, me espera el abrazo de tu manto. La mancha de mi sangre no va a ser la herencia que te dejo. Te lo juro. 
Porque no hay Dios, vos me creaste. 
No voy a fallar. Vuelvo a jurarte.
Nos robaron. Yo hago mi parte.
¿Y si somos inmortales?
La muerte es sólo un puñal clavado en un pliegue de la historia. Llegado el momento de su tajo, su propósito, será inútil y tardío. 
Te dejo para siempre una premonición, un presagio, una certeza. Con el tiempo tu dedo me señalará, felizmente, culpable: 'Ése, no me ha abandonado'. 
Somos inmortales.
Mientras tanto, transfigurado en mil seres, sigo cabalgando mi camino. Galopo como lobo solitario en la nevisca; esperando, a oscuras, la próxima flecha que saque de mi pecho la que ya lo atraviesa. Algún día, tus mínimos dedos, uno a uno, retirarán sus filos. Hundirás tus manos en el hueco, y mi sangre reposará en el cuenco de tus manos. Tu piel no llegará a humedecerse. No es ése el lugar de mi promesa. 
Me heredarás. 
Y si la duda te miente; y si mi sangre con un soplido del demonio se evapora; cuando no te quede un último y mísero lugar donde encontrarme, no me busques. Levantá un puño al cielo, abrí tus dedos hacia el sol y, a trasluz, me vas a ver en un color. Ahí voy a estar. Ahí estuve siempre.


  





Autor: Cristian Crucianelli

cristian_crucianelli@yahoo.com.ar
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viernes, 3 de mayo de 2013

Pequeño mar



   Es domingo. Estoy de visita en la casa de mis padres; de visita en mi propia casa, la que fue mi casa. Y todo me parece tan extraño, tan ajeno y tan mío...
   Les digo a mi esposa y a mis hijos que entren, que me esperen unos minutos mientras termino de bajar las cosas del auto.
  Entre la correría de sus nietos mis padres salen a recibirme y, ya golpeadas sus mejillas de besos y apretados sus pechos de abrazos, me ayudan con las botellas de vino, la carne y el pan para el asado.
   Se detienen en la puerta de la casa y me miran esperando que los siga. Yo estoy ensimismado en medio de mis recuerdos, apoyado contra el auto, con una mano inmóvil sosteniendo la tapa del baúl. Escucho a mi madre que me dice: "¿No vas a entrar, hijo?". No le contesto.
   Mi padre, muy experto en leer el corazón de las personas, dice risueño: "Dejalo, vieja; no se va a escapar. ¿No  es cierto, Ale?” -y con un guiño agrega-: “Yo te aviso cuando esté listo el fuego".
   Muy probablemente, él sabe lo que siento cada vez que retorno al barrio de mi niñez, a mi casa. Él no pudo volver a la suya, allá, en su Italia, y sabe que nunca va a volver...

   Recuerdo cuando de pibe, entre cañas y aparejos, me llevaba a pescar a la Costanera.  "Allí nací yo" -decía señalando el río (él le decía mar). "Allí, muy lejos, del otro lado del mar" -sus ojos, fijos en el horizonte, se agrietaban como vidrios rotos.
   Recuerdo aquello como si fuera hoy. Yo miraba la punta de su dedo fuerte y tembloroso, y pensaba: "¡Qué lástima que papá no sepa nadar!"








Autor: Cristian Crucianelli