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viernes, 30 de mayo de 2014

Alas cortadas


Desplegó sus alas con lentitud, de cara al abismo. Comenzaba un ritual sagrado. Su sombra, 
proyectada sobre el suelo rocoso, parecía ser lo último que lo ataba a la tierra. 
Ráfagas de viento arremolinaban su larga cabellera, como a danzantes llamas de fuego 
negro. Arqueó el cuello hacia atrás hasta que sus ojos fueron cegados por la luz del sol. Los 
cerró para concentrar en su piel la sensación del beso salvaje del viento y el rumor del aire, 
único sonido que sus oídos quisieron escuchar en ese instante de pasión. La mente en 
blanco, el cuerpo tieso, sacudido por breves pero frenéticos temblores de placer. Ser 
sin límites. Animal del aire, dominador de las alturas. Mente febril, cuerpo sumiso y 
gozoso. Y el profundo espacio incitando al salto final. Es el irresistible llamado del vacío. 
Traspasar la barrera de los elementos, en un viaje sensual al infinito y volver... volver...
-Es el momento Javier. El viento es favorable. Saltá.
Dobló las piernas, inclinó el cuerpo hacia adelante con cada músculo en tensión. Sus alas 
formaron el ángulo preciso... pero dudó, y la duda en ese crucial instante podía ser fatal. Si su 
salto no era lo suficientemente fuerte el viento lo llevaría contra las rocas.
-Saltá Javier, por favor.
Me miró suplicante para que lo ayudase con un impulso, aquél que su indecisión le hizo 
faltar.. lo empujé.
Por lo poco que llegué a ver asomado en el risco, comprendí que algo estaba fallando. Javier 
desapareció muy pronto de mi vista. Caía pesadamente... sus alas enredadas.
Descendí de prisa, con el ánimo agitado por un triste y tardío presagio. Lo que me esperaba 
abajo era una visión del infierno.
La cabeza estaba destrozada. Un reguero de sangre, como si tuviera vida propia, aún se 
esparcía por la roca. Las piernas desarticuladas, enroscadas en forma grotesca. Una costilla 
sobresalía del torso, erecta y filosa, con trozos de carne desgarrada adheridos al hueso curvo 
en forma de hoz.
Abracé su cuerpo contra el mío, tratando de darle vida con mi calor. El rostro desfigurado se 
hacía irreconocible, incluso para mí que lo tenía apretado contra el pecho. Miré hacia el cielo 
y, por un instante, lo vi flotar entre las nubes, volando en el aire celeste. 
Bajé los ojos con la esperanza de encontrar entre mis manos sólo a un triste espantapájaros. 
Pero la sangre caliente de Javier mojando mi piel delató la ilusión de creerlo en lo alto, con 
las alas desplegadas...
-¡Pero... las alas! ¡Por Dios! ¿Dónde están tus alas?
Ahora estoy encerrado en una jaula. Me están destrozando. Aquí no hay espacio para 

desplegar las alas. Mis músculos se van entumeciendo. Me preocupa la falta de movimiento y 
la comida. Me obligan a comer cuatro, o hasta cinco veces por día. ¡Yo como cuando quiero!
Me estoy poniendo muy pesado para volar. Si al menos pudiese estar en el patio con los 
otros, allí no hay techo, es un amplio espacio abierto. El muro no es muy alto; con unos días 
de práctica podría intentar un vuelo rasante y lograr escapar de este lugar espantoso.
Me preguntaron si te había empujado. No lo negué. ¿Por qué debía hacerlo? ¿Encontraste a 
Dios? ¿Cómo es? ¿También tiene alas?
Pedile, por favor, si puede cambiar las cosas aquí abajo. Esto es muy triste. Nadie ansía 
volar. Ni siquiera saben que poseen alas; no se les notan, pero si supieran que sólo depende 
de ellos...
En una de las paredes de mi celda puedo leer el sufrimiento de la gente; la obra desesperada 
de aquellos que me precedieron. Artistas del dolor, tallaron con sus uñas en el muro un 
patético entretejido de vida y muerte, dibujo canalla de una naturaleza insana. El dolor de 
creer que no se es más de lo que se es. Y se sienten tan seguros de ello, que cierran la gran 
puerta sin saber que están quedando del lado de adentro.
Sufro por todos ellos... también por mí. ¿Puede ser tan vil nuestro destino? ¿Vos estás bien? 
¿Es cierto que allí todos los vientos son favorables? Aquí el viento me cuenta cosas 
desgarradoras, noticias de otros lugares olvidados por Dios. 
Trae olor a sangre. Es tiempo de guerra. Puedo oír el grito de los niños con sus juegos 
interrumpidos por algún idiota.
¿Qué será de nosotros, si enterramos el amor en algún lugar que ya no recordamos? ¿Por 
qué dejamos morir a la imaginación? ¿Qué les diremos a nuestros hijos, cuando nos falte el 
aliento, una vez que nuestras alas hayan sido destrozadas?
Tuvo que haber un olvido... ¿Pero... quién olvidó a quién? ¿Dios a nosotros? ¿O nosotros a 
Él?
Bien sabés que no es bueno, Javier, tener los pies constantemente en la tierra. El corazón se 
endurece. La quietud marea la mente. El alma se vuelve turbia, envileciendo nuestras 
acciones. Los rostros se desfiguran; pero claro, como a todos les sucede lo mismo, ¿quién 
nota la diferencia?
¿Sabés?, me preguntaron el por qué de mi belleza. Yo les hablé del beso del viento alto; de 
las aguas acariciantes de las nubes, antes de hacerse lluvia; de la tibia cercanía del sol, 
contándonos leyendas del más allá, secretos del infinito. De cómo las estrellas llegaron a ser 
estrellas con sólo desearlo. Que un día se adormecieron abrigando un deseo y durmieron el 
sueño de sus anhelos, del que todavía no despertaron. Y el mar azul de la noche batiendo en 
sus olas a las durmientes, haciéndolas titilar... suavemente, muy suavemente, para no 
despertarlas de su apacible sueño.
Les conté lo que el sol nos había dicho cuando habló de la luna, que no llegó a ser estrella 
porque sufre de insomnio. Cada noche de luna llena intenta su descanso. Poco a poco se 
adormece, hasta casi lograrlo. Pero despierta impaciente, antes de tiempo, sin conseguir el 
milagro de ser estrella; resignándose a ser, otra vez, luna llena. Por ella lloran los lobos, que 
saben de su tristeza. Aúllan al cielo para consolarla, hasta la próxima vez. Alguna noche 
dormirá su sueño... la noche que callen los lobos.
Y el sol sabe de esto y de mucho más. Los cometas, emisarios de las estrellas, esparcen sus 
bagajes de historias en sus largos viajes; sólo mensajes nuevos, sólo buenos mensajes.
En este absurdo lugar todos se burlan de mí. No creen nada de lo que digo.
Tengo un nombre agradable, sin embargo me llaman Idiota. Otros me dicen "el 14010", el 
número está impreso en mi camisa. Hace tanto tiempo que nadie me llama por mi nombre, 
que temo olvidarlo.
Javier, te extraño.
¿Podré volver a volar? ¿Nunca más volaremos juntos? Un vuelo en solitario no es lo mismo. 
¿Con quién compartiré las alturas, el dulce vértigo de estar vivo, el simple don de soñar?
Mi rostro ya no es el mismo. Mis ojos extrañan al sol. He perdido la alegría de vivir. Me estoy 
muriendo Javier...
Todos los días, al atardecer, a través de la ventana de mi celda, llegan las sombras y, con 
ellas, el hombre que odia. Me obliga a comer y, cuando mi plato ya está vacío, me golpea con 
saña hasta verme vencido, yaciente en el piso. Y así todas las tardes, una tras otra.
Hoy es mi cumpleaños. Y no estuve solo. Por la mañana, decenas de pájaros posaron en mi 
ventana. Decile a Dios al oído, Javier, que le estoy agradecido.
Más tarde llegaron las sombras y tocaron mi cuerpo, que comenzó a temblar febrilmente. 
Entró el hombre que odia. Me ordenó que comiera. Su voz me llegaba aletargada, como a 
través de un sueño neblinoso.
-Quiero verte comer, Idiota.
Me acurruqué contra la pared, mi mirada absorta en el hueco de la ventana, deseando que la 
noche cayera de una vez por todas. Me pareció ver algo en el cielo...
El hombre que odia me tomó de los cabellos y volteó mi cabeza. Una extraña sonrisa se 
dibujó en sus labios. Levantó el palo y lo bajó con violencia. Caí pesadamente al suelo, 
sintiendo un agudo dolor. Hice un intento para incorporarme, cuando noté con horror, que una 
de mis alas sangraba...
Javier, ahora sé que si las sombras de los atardeceres no cambian su presagio, pronto 
llegará el día en que volar será sólo un recuerdo. Cortarán mis alas, y me encerrarán para 
siempre... dentro de mi cabeza.

Tengo frío, Javier...







Autor: Cristian Crucianelli


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cristian_crucianelli@yahoo.com.ar
Face: Cristian Cine Nauta

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