Estoy en un frío y desnudo salón, en un manicomio, sentado a una mesa
escribiendo. Por las noches, sólo me dejan encendida la luz de la luna. A mi
lado, en un sillón de almohadas, hay un viejo loco. Con su paso cansino de
piernas añosas, quebradas en ángulos, me sigue adonde quiera que voy, a todas
partes. Cómo si fuera mi continuación, está siempre, siempre, siempre pegado a
mí, porque le doy cigarrillos o por que me quiere. O por alguna otra razón, o
por ninguna, o porque sí, o porque no... pero seguramente porque está loco como
el mundo, loco de remate, y al peor postor. ¡Porque hay que estar conmigo!
Yo escribo. El dice que soy el mejor escritor de todos los tiempos.
Nunca leyó un cuento mío.
Yo digo que él es el mejor loco que conocí. Que en la hilera de reparto
de demencia él quedó primero. Lejos, ¡eh! A sideral distancia del segundo. Yo
soy el tercero, y el último mi papá.
Hace cuatro años que estamos juntos el viejito loco y yo. En ese tiempo
él leyó cada cuento que yo iba escribiendo. Cada vez que terminaba la lectura,
se sacaba los lentes, los guardaba en el bolsillo, se recostaba en el sillón, y
tomándose el mentón con un típico gesto freudiano, decía cosas como:
-...el mensaje es muy sutil, la
tersura del lenguaje es tácitamente tenue, con algunos claroscuros que logran
el exacto valor...
Era pintor. Antes de ser loco, era pintor. Lo encerraron
en el manicomio porque les decía estupideces a las mujeres desde el
balcón-ventana de su departamento de Paraná y Arenales.
-¿Qué les decías, tío -porque yo lo llamo
tío-, qué les decías a las chicas
desde tu balcón?
-...y, yo les decía... hola buena
moza... ¿me permitiría acompañarla por las callejuelas que se pierden a lo
lejos en la gris ciudad? ...su camino estará siempre pincelado por mis manos...
¡Pero qué viejo boludo! ¡Cómo no puede darse cuenta de lo
soez-procaz-irrespetuoso-insultante-puerco-promiscuo-chancho inmundo que podía
llegar a ser para esas mujeres, que desde la calle, tenían que soportar tales
improperios; y para esas otras dos, sus hermanas, que sentían heridos sus
delicados oídos de Barrio Norte por las sureñas, casi orilleras palabras de su
hermano, que ya no podía pintar porque sus manos estaban ateridas por la
artrosis, eternamente pegoteadas de colores, paisajes y óleo! ¿Cuánto era el
valor que podían perder sus retratos de niñas sonrojadas, sus naturalezas
muertas, sus luces y sombras traducidas por un espíritu que con el paso de los
años, como un vino avinagrado, se hizo eso: sólo un fantasma sin espíritu, un
fantoche que dice cosas indecentes en un barrio de señoras? ¡Hasta dónde podría
caer el prestigio y abolengo familiar cada vez que el viejo de mierda se perdía
en el barrio y era traído por la policía! O cuando iba a la verdulería a
comprar zapallitos verdes y se iba sin pagar, y ni hablar cuando se cagaba
encima delante de los invitados...
-...los ojos de una niña -él
me decía- deben ser como dos agujeros en la tela, dos agujeros en el cielo...
llenos de nada, llenos de todo... de
nada, para que puedan ser inundados con lágrimas repentinas... lo suficientemente grandes como para que quepan
en ellos los duendes, las hadas, y príncipes montando caballos alados... Y llenos
de todo, porque, ¿qué puede sobrar en la mirada de una niña…?
¡Pero qué viejo boludo! ¡Ya no puede pintar, y encima no se quiere
morir!
-¿Por eso te encerraron, tío?
-¿...qué?
-Si por eso te encerraron: el artista de la familia, quien fuera
lamentable e irremediablemente devorado por su genialidad, fue encerrado en el
hospicio, ergo, tus cuadros valen más.
-Puede ser –respondió, como a una pregunta olvidada, mientras se
recostaba en el sillón tocándose la barbilla; la mirada fija en el alto techo,
cavilante-. Puede ser... pero mis cuadros no pueden ser comparados
con sus cuentos... ¿No tiene un cigarrillo?
Se lo doy. Se lo enciendo.
-...sus cuentos son superiores; yo
diría, casi sublimes...
-¿Y tus hermanas, tío, cobran tu pensión, ¿no?
-...tienen esa tristeza que yo nunca pude
plasmar en la tela...
-¡Viejas chotas!
-...sus lunas entintadas en las páginas de
un libro son más sensuales que las mías, como si hubiera alguien que las amara,
en cambio las mías...
Hace unos días una enfermera me dijo que el tío no ve un
“barco en una palangana”. Yo le pregunté si alguien lo había visto alguna
vez (al barco en la palangana), porque
quería ser amigo de ese personaje. Me dijo que no me hiciera el tarado, que lo
que sobraba aquí eran tarados. Que el viejo no podía leer una palabra porque
sus ojos habían olvidado el sentido de las
letras, como me explicó después un médico.
Ese día le di un cuento. Fue el mismo día en que descubrí
que mi padre no había muerto, sino que todo era una mentira para no venir a
visitarme. El cuento estaba escrito únicamente con letras ‘equis’; unas tras
otras, separadas en grupos formando falsas palabras... ¡ falsas palabras...!
Tardó veinte minutos en leerlo, un poco más de lo habitual. Se sacó los
lentes, se recostó en el sillón limpiándose los lagrimales, y sin mirarme a los
ojos, casi de manera distraída me dijo:
-¿Tiene un cigarrillo?
Se lo di. Se lo encendí.
-...esto es único, es lo que
siempre traté de lograr, es el dominio total de la luz; son todos los colores
en uno...
Me fui derecho para la guardia. Le pregunté al médico si el tío podía distinguir una equis de
otra letra, o si podía haberse dado cuenta... Me dijo que no. Era imposible.
El tío nunca había leído un cuento mío.
No sé porqué hasta el día de hoy dejé que el engaño siguiera. No sé si
una cierta piedad me frenaba a descubrirlo. Si todo se había convertido en un
juego, para él y para mí. Un juego donde la única regla era tácitamente
secreta. O, lo más probable, porque las interpretaciones del tío sobre mis cuentos
parecían ser las de un viejo maestro oriental: escuetas metáforas hermosamente
traducidas por el conocimiento que dan los años. Claro, ¡y su edad! El tío
podría haber sido mi padre. En definitiva había sido como mi padre. Todo este tiempo me había mentido... como mi
padre.
Ahora, bajo el dictado de la luz lunática, estoy terminando un cuento.
Habla de un viejo y un joven encerrados en un manicomio.
El viejo está sentado a mi lado, esperando que termine mi trabajo para
pedirme un cigarrillo.
Arranco las hojas. Se las doy.
-¿No tiene un cigarrillo?
-No, primero leé el cuento.
Se pone los lentes, cruza las piernas, se acomoda el pantalón y alzando
las cejas comienza su particular lectura. Yo lo observo; es como si viera al
fantasma de mi padre…
Me devuelve las hojas, se saca los lentes al tiempo que humedece sus
labios con la lengua.
-...es un cuento de contrastes,
donde nada es lo que parece ser, un cuento donde usted juega de manera
expresionista con el tamaño de las cosas...
-¡No, viejo de mierda! ¡No te hagas el boludo! Quiero el
tema, quiero que me digas exactamente de que se trata...
Me mira sorprendido, como no entendiendo mi enojo. Se incorpora en el
sillón y abriendo sus manos viejas me dice:
-...trata de dos hermosos veleros, navegando
en una palangana...
No nos decimos nada por unos minutos. En el hospicio todos duermen.
Después, yo le digo: -¿Querés
un cigarrillo, tío?
Y él me dice: -Sí.
Y él me dice: -Sí.
Autor: Cristian Crucianelli
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