El agua se desliza por el cristal deformando
las siluetas de los árboles. Desde la ventana de su cuarto del primer piso de
la casa de pensión puede ver la calle desierta. Sólo un perro vagabundo corre a
refugiarse bajo las chapas de un puesto de diarios. Alguien golpea tímidamente
a su puerta. El llamado se repite mientras su mirada se mantiene fija en la
ventana. El no responde al llamado que vuelve a repetirse. Un ruido de pasos
livianos se escucha más allá. El crepitar de las gotas de lluvia en la ventana
flota sobre el silencio que, como un habitante invisible, reposa en el cuarto. Los minutos pasan pesadamente. Diez, veinte
quizás. Por fin va hacia la puerta y la abre. Sus labios se separan con tibia
humedad y... Despierta. Despierta por enésima vez. Y por enésima vez con su
boca sedienta de aquel beso. Trató de
retener el sueño, pero se fue borrando, confuso, y, con él, el rostro de la
joven. Permaneció unos minutos con sus ojos cerrados, el cuerpo inerte sobre la
cama, con una impune sensación de soledad. Luego se sentó acariciando con las
manos sus cabellos, peinándolos con los dedos. Afuera llovía.
Se despertó en medio de uno de esos sueños
que se venía repitiendo obstinadamente. Un sueño que lo despertaba siempre en
el mismo instante; como una película interior que se detuviera en el mismo
fotograma, en la misma imagen: él, parado frente a la ventana de su cuarto,
contemplando la ciudad mojada por una persistente lluvia. Alguien golpea su
puerta. Sin más, la abre. Tomándose las rodillas con sus manos, una jovencita,
casi adolescente, se acurruca en el primer escalón de la escalera. Sus ojos
brillan con inocencia en la penumbra y lo miran parpadeando. Su cuerpo se
balancea suavemente. Está descalza, el cabello despeinado en cortos mechones
rubios. Lo mira en silencio. Su boca parece a punto de moverse para decir algo
parecido a una disculpa. Pero en lugar de eso, abre los labios en una sonrisa
tímida y sensual. Él con un ademán le hace una seña para que se incorpore. La muchacha,
sin dejar de mirarlo, se pone de pie, abrazando su cuerpo como si tuviera frío.
Él siente el irreprimible deseo de estrecharla en sus brazos y abrigar su
fragilidad con tibias caricias. Pero algo se lo impide. Sólo atina a hacerle un
gesto para atraerla hacia sí. La joven se acerca lentamente hasta que sus cuerpos
casi se rozan. Sus ojos, que miran desde abajo, se entrecierran, mientras su
boca se abre reclamando un beso.
Tomó la pistola
de la mesa de luz, revisó el cargador y se la calzó en su cintura. Aún era
temprano para lo que tenía planeado hacer, pero ya se le había hecho una
necesidad llevar la pistola consigo, a toda hora. La sentía como si fuera parte
de su cuerpo. Encendió un cigarrillo, aspirando profundamente el humo. Deseaba
imperiosamente que algo extraño a su cuerpo penetrara en él. Fue hasta la
ventana con gesto desolado. Volvió a pitar el cigarrillo. Afuera, las primeras
luces se encendían. Largó el humo haciendo anillos en el aire, que iban
creciendo excéntricamente hasta desaparecer, como los resabios de su sueño.
Miró su reloj. El tiempo parecía detenido, adherido al cristal húmedo de la ventana.
Aún era temprano para lo que debía hacer. Se recostó en la cama. Poco a poco un
sueño profundo lo fue venciendo.
Fueron tres golpes, duros y secos. Tardó en
reaccionar. Los golpes en la puerta se repitieron. Se acercó con una sensación,
mezcla de incredulidad y fascinación. Sin más, abrió la puerta y se asomó.
Escuchó los gritos de advertencia. Tres sombras se escurrían a ambos lados de
la escalera. Desesperadamente atinó a sacar su arma. Desde el primer escalón
estallaron siete disparos. Sintió que algo extraño penetraba en su cuerpo, pero
creyó que ya era demasiado tarde. Mientras caía llegó a oír la tosca voz de uno
de los policías: -¡Ya era hora de que te encontráramos, hijo de puta!
Ese rostro de muñeca bellamente rubio,
sensual, obsesivamente atractivo, se esfuma hasta ser la insustancia de una
fantasía. A través de la ventana puede oír el crepitar de las gotas de lluvia.
La calle está desierta. Sólo un perro vagabundo corre a refugiarse bajo las
chapas de un puesto de diarios.
Alguien golpea a su puerta.
Apoya su frente en el cristal frío y cierra sus ojos.
Autor: Cristian Crucianelli
cristian_crucianelli@yahoo.com.ar
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*Todos los derechos reservados.
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