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jueves, 11 de septiembre de 2014

Alguien te está esperando


  
   El agua se desliza por el cristal deformando las siluetas de los árboles. Desde la ventana de su cuarto del primer piso de la casa de pensión puede ver la calle desierta. Sólo un perro vagabundo corre a refugiarse bajo las chapas de un puesto de diarios. Alguien golpea tímidamente a su puerta. El llamado se repite mientras su mirada se mantiene fija en la ventana. El no responde al llamado que vuelve a repetirse. Un ruido de pasos livianos se escucha más allá. El crepitar de las gotas de lluvia en la ventana flota sobre el silencio que, como un habitante invisible, reposa en el cuarto. Los minutos pasan pesadamente. Diez, veinte quizás. Por fin va hacia la puerta y la abre. Sus labios se separan con tibia humedad y... Despierta. Despierta por enésima vez. Y por enésima vez con su boca sedienta de aquel beso. Trató de retener el sueño, pero se fue borrando, confuso, y, con él, el rostro de la joven. Permaneció unos minutos con sus ojos cerrados, el cuerpo inerte sobre la cama, con una impune sensación de soledad. Luego se sentó acariciando con las manos sus cabellos, peinándolos con los dedos. Afuera llovía.
   Se despertó en medio de uno de esos sueños que se venía repitiendo obstinadamente. Un sueño que lo despertaba siempre en el mismo instante; como una película interior que se detuviera en el mismo fotograma, en la misma imagen: él, parado frente a la ventana de su cuarto, contemplando la ciudad mojada por una persistente lluvia. Alguien golpea su puerta. Sin más, la abre. Tomándose las rodillas con sus manos, una jovencita, casi adolescente, se acurruca en el primer escalón de la escalera. Sus ojos brillan con inocencia en la penumbra y lo miran parpadeando. Su cuerpo se balancea suavemente. Está descalza, el cabello despeinado en cortos mechones rubios. Lo mira en silencio. Su boca parece a punto de moverse para decir algo parecido a una disculpa. Pero en lugar de eso, abre los labios en una sonrisa tímida y sensual. Él con un ademán le hace una seña para que se incorpore. La muchacha, sin dejar de mirarlo, se pone de pie, abrazando su cuerpo como si tuviera frío. Él siente el irreprimible deseo de estrecharla en sus brazos y abrigar su fragilidad con tibias caricias. Pero algo se lo impide. Sólo atina a hacerle un gesto para atraerla hacia sí. La joven  se acerca lentamente hasta que sus cuerpos casi se rozan. Sus ojos, que miran desde abajo, se entrecierran, mientras su boca se abre reclamando un beso.
   Tomó la pistola de la mesa de luz, revisó el cargador y se la calzó en su cintura. Aún era temprano para lo que tenía planeado hacer, pero ya se le había hecho una necesidad llevar la pistola consigo, a toda hora. La sentía como si fuera parte de su cuerpo. Encendió un cigarrillo, aspirando profundamente el humo. Deseaba imperiosamente que algo extraño a su cuerpo penetrara en él. Fue hasta la ventana con gesto desolado. Volvió a pitar el cigarrillo. Afuera, las primeras luces se encendían. Largó el humo haciendo anillos en el aire, que iban creciendo excéntricamente hasta desaparecer, como los resabios de su sueño. Miró su reloj. El tiempo parecía detenido, adherido al cristal húmedo de la ventana. Aún era temprano para lo que debía hacer. Se recostó en la cama. Poco a poco un sueño profundo lo fue venciendo.
   Fueron tres golpes, duros y secos. Tardó en reaccionar. Los golpes en la puerta se repitieron. Se acercó con una sensación, mezcla de incredulidad y fascinación. Sin más, abrió la puerta y se asomó. Escuchó los gritos de advertencia. Tres sombras se escurrían a ambos lados de la escalera. Desesperadamente atinó a sacar su arma. Desde el primer escalón estallaron siete disparos. Sintió que algo extraño penetraba en su cuerpo, pero creyó que ya era demasiado tarde. Mientras caía llegó a oír la tosca voz de uno de los policías: -¡Ya era hora de que te encontráramos, hijo de puta!          
  
   Ese rostro de muñeca bellamente rubio, sensual, obsesivamente atractivo, se esfuma hasta ser la insustancia de una fantasía. A través de la ventana puede oír el crepitar de las gotas de lluvia. La calle está desierta. Sólo un perro vagabundo corre a refugiarse bajo las chapas de un puesto de diarios.

   Alguien golpea a su puerta. Apoya su frente en el cristal frío y cierra sus ojos.










Autor: Cristian Crucianelli

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