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lunes, 17 de febrero de 2014

El viaje


   Los últimos detalles sobre el viaje que estaban preparando sólo despertaron en mí cierta curiosidad, pero no más que eso. Se los veía muy sueltos, distendidos. Hablaban entre ellos como si estuvieran tratando algún tema de mucha importancia. Sin embargo, no había gestos adustos ni cosa que se le pareciese. Por el contrario, sus frases eran interrumpidas frecuentemente por risas y comentarios livianos. Después de todo se trataba de un viaje de placer. Yo me desentendí de aquello. No sé por qué me aburre todo lo que no me concierne. Quiero ser claro, algunas veces me aburre que hablen de mí. En ocasiones, me fastidia. Pero en general me gusta ser el centro de atención. Como éste no era el caso, me alejé. Sólo unos metros, 10 metros para ser preciso. Conté mis pasos: 15, alargados una tercera parte, como los de un referí. Desde allí los observé: sus rostros brillando bajo la luz artificial... Los que no podía ver brillaban aún más. Es que algunos de ellos me daban la espalda. Yo podía ver sus ojos a través de sus cabezas. No sólo eso, podía ver con sus ojos a todos y a cada uno de ellos. También podía verme a mí, allí parado, a 10 metros, 15 pasos alargados, para ser más preciso. ¡Qué ser hermoso soy! Di una vuelta lentamente, con ademanes de modelo. Lentamente. Hombros altos. Cabello negro, cortado prolijamente en la nuca. Piernas largas de movimientos seguros. Anchas espaldas. Y las manos entrelazadas, inquietas, acariciándose una a la otra. Son hermosas manos. Todos siempre lo dicen. No sé como no se cansan de hacerlo. A mí me cansan. A veces me aburren. Y mis ojos, ¡Dios!, aquellos ojos pueden ver lo que quieren; de la forma que quieran. Dicen que son tristes. Yo no los veo así. Es que vieron demasiado. Demasiado. ¿Que son escondedores? Sí, ¿cómo no serlo? ¿Quién puede ver lo que han visto? Son muchas imágenes, con sus olores propios, traídas desde lejos a ocupar su lugar en la memoria. Instantáneas con movimiento. Luces que iluminan la oscuridad de los recuerdos, unos sobre otros. Cúmulos de nubes que atraviesan el cielo cambiando sus formas continuamente, proyectando sus sombras deformes en el suelo que no quieren pisar. ¡Ay, mis ojos! Afectados. Afectivos. Son míos y de nadie más. Son increíbles, y eso, los enaltece. Además, son míos, de nadie más. Cuando era niño vivía dos veces cada momento. Uno, porque sí. El otro para el recuerdo. No he olvidado ninguno de ellos, puedo asegurarlo. Mi madre sacando afuera sus pechos hacia mí, con sus ojos llenos de lágrimas; porque así es como la recuerdo. Llenos de lágrimas. La leche tibia, amarga; el olor a alcohol. El sabor a alcohol de todas las cosas impregnado en mis ojos que miran desde lejos. A 10 metros justos, exactos. A 100 metros, para ser más preciso. Son hermosos. Si los cierro lo son más aún. Cambian de color. Rojos, azules, dorados, a veces blancos. Cansados más que tristes. ¿Qué sabe alguien de la tristeza? A ella nadie sobrevive. Te llama con un dedo. Sensual, te atrae hacia sí, y te besa. Te da calor. Te acaricia. Y después te come. Despacio. Te habla al oído mientras te come. Y te dice: "No hay dolor bebé, no hay dolor...". Y sangrás pequeños hilos de sangre. Muy pequeños, pero nunca se detienen. Desaparecés. Y ya está. No hay tristeza. Las pestañas, como llaves, guardando el secreto que sólo puede abrir una lágrima. Son hermosos mis ojos. ¿Quién pudo verlos alguna vez? Los ojos son para ver, pero también para ser vistos. No son dos fosas en la negra tierra de los ciegos. Están hablando del viaje. Los escucho a la distancia, y nadie escucha a mi corazón latir con la fuerza que lo hace. Puedo ver todas las cosas. Puedo ver al ave posar en la rama del roble con una paja en el pico. Lleva calor a su nido. Y oír todas las cosas. Oír el rumor en la luna. Ese rumor que tiene mandato sobre los mares. Puedo ver, a mucha distancia, como un niño es despojado de su comida. Y oír los aplausos de los que sólo tienen manos para aplaudir la condecoración de algún uniformado. Mientras alguien arde en las llamas tratando de salvar a alguien. No puedo oír las risas. Pero las huelo. Creo que están hablando de mí. No me importa, estoy muy lejos. No pueden verme... mientras no los pise. El viaje está por comenzar. Decidieron que soy yo el que debe partir. Han preparado una valija con mis ropas. Dicen que me  visitarán seguido. No me importa. Me dejo llevar. 
  Oigo una voz que me  dice: "No hay dolor bebé, no hay dolor...". Pero no me importa...  no la escucho.








Autor: Cristian Crucianelli

cristian_crucianelli@yahoo.com.ar
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